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jueves, 16 de septiembre de 2010

VIVIR AL DÍA CON LA MUERTE

Este es un reportaje sobre el servicio de urgencias del Hospital La Paz, en Madrid. Es de 1999, pero,en lo esencial, no parece que hallan cambiado tanto las cosas desde entonces.

SEGUIDO DE "Receta para una inocentada en Urgencias".

Fotos: Miguel Ángel Torres.


Vivir al día con la muerte
Decenas de profesionales sanitarios salvan vidas a diario en el servicio de urgencias del hospital La Paz

Sabina G. respira con dificultad. Postrada en una cama de la sala de observación del servicio de urgencias del Hospital La Paz, aguarda la visita de su hijo. Ronda la setentena y no es la primera vez que pasa por el trance. Lleva trece años sufriendo “ataques”: “el ázucar, el corazón, las piernas, líquido; desde que murió mi hija, que tenía 29 años, ¿sabe?”, se apresura a clarificar bajo la mascarilla, con una sonrisa entre amarga y resignada.

Al otro lado de la puerta abatible que limita el tránsito entre dos mundos tan próximos y tan lejanos, el de los pacientes y el de sus “esperantes”, en el mejor de los casos, el hijo de Sabina, un hombre alto, la cara impregnada de barba reciente y somnolienta, investido con la dignidad que el sufrimiento confiere, sostiene el ánimo con un café en una atestada sala de espera. Dentro de dos horas, le han dicho. Dentro de dos horas podrá pasar a ver su madre. “Lo que me importuna es que haya tanta gente para cosas menores y que los que venimos por algo realmente importante tengamos que esperar tanto tiempo, ¿sabe?”, puntualiza con ira contenida. Junto a él, Matías R. reconoce que ha venido por una “simple” hernia. “No es una emergencia, pero tardan tanto en atenderme si pido hora...”. 

A horcajadas entre unos y otros, médicos y enfermeras, celadores, asistentes técnicos sanitarios y guardas de seguridad canalizan dolencias vivenciadas con inquietud, conducen encamillados con pericia de competidor de eslálom, apaciguan afecciones que resultan ser soledades y tristezas, suministran fármacos revivificadores in extremis, asaltan bondadosamente otras plantas en busca de camas, aventuran providenciales diagnósticos, contienen iras que son angustias desbocadas, monitorizan constantes vitales, colocan resucitadores catéteres, corroboran ingresos, sosiegan temores, agilizan pruebas, corren, vuelan, miman, animan, consuelan, salvan.     

A veces uno no sabe si el nombre predestina. Salvador Juárez posee una mirada casi ingenua, pero se expresa con la serenidad del que conoce la rutina sobresaltada de los senderos que comunican la vida con la muerte. No es casualidad. Todos los días los frecuenta. Juárez es el jefe del servicio de urgencias de La Paz y uno de los “urgenciólogos” más respetados del país.

“El hacinamiento es uno de nuestros problemas principales”, explica. Habitaciones preparadas para 18 personas acogen habitualmente una treintena o más. “Somos inocentes, igual que el paciente, pero cada vez hay menos camas y más enfermos. He buscado muchas formas de corregirlo, y en veinte años no lo he conseguido”, asegura.

Así las cosas, no es de extrañar que las salas de espera se encuentren abarrotadas. En La Paz hay dos: una para los enfermos pendientes de consulta o de pruebas, y otra para los acompañantes. Muchos asientos permanecen sin ocupar; la intranquilidad yergue, y dar unos pasos con un cigarrillo entre los dedos distiende las preocupaciones. Aunque no los rostros. Invariablemente, todos se quejan de dos contrariedades añadidas: la falta de información y el tiempo de espera.

“Llevamos aquí tres horas y todavía no nos han dicho nada”, refiere una mujer. “Sin comentarios”, sentencia otra con el rostro desencajado. “Sólo con que dispensáramos un decoro mínimo en las salas de espera, la opinión sobre los servicios de urgencias mejoraría mucho”, apunta Julio Cobos, una de las manos derechas de Juárez.

De cuando en cuando, una sirena entrecortada, que alarma sin estridencia, anuncia la inminente llegada de una emergencia. Con organicidad militar, el cuerpo sanitario acude a la sala (o “box”) de reanimación, donde la muerte pide hora a diario y a diario, las más de las veces, se le deniega. Todos conocen su cometido. La tensión puede conducir al vocerío vehemente, pero, pasados los peores instantes, la situación queda bajo control.   

La enfermera es clave en esos momentos. “Informamos continuamente del estado general del paciente, que el médico a veces no percibe por estar muy concentrado en la lesión, y ello puede determinar su actuación”, señala la supervisora de enfermeras Pilar Martínez.

La desgracia no es tan imprevisible como se pensara. Lunes y frío la anticipan. El frío, porque agrava la patología cardiaca y respiratoria; los lunes, por intrincadas razones que el mismo Juárez reconoce no poder precisar con exactitud. Estadísticamente, los jueves son el mejor día.

Muy de año en año, la catástrofe se ceba con la realidad. El episodio más trágico que se recuerda en urgencias de La Paz fue un atentado terrorista contra un autobús de guardias civiles que iban a prácticas de tiro, a mediados de los ochenta. Hubo que asistir a 38 pacientes en cinco o seis minutos. Cuatro de ellos murieron. “Fue dantesco”, testimonia Juárez, que no dejó que el caos le ganara la batalla al orden en su propio servicio. Puede que incluso lo estimulara.

“Cuando bajó el gerente del hospital, al poco de llegar las ambulancias”, recuerda Juárez, “los pasillos estaban repletos de víctimas, con los uniformes y las armas por los suelos, llenos de tierra; cuando, sólo veinte minutos después, vinieron las autoridades, prevenidas sobre la visión de un desordenado infierno, se encontraron con los pasillos vacíos, los suelos relucientes, recién limpiados, los heridos en una habitación, los muertos en otra, y sus pertenencias apiladas fuera de la vista”.      

Este año hay riesgo de catástrofe programada: el temido efecto 2000. Se han revisado cada uno de los aparatos y la noche del 31 de diciembre se incrementará el personal. “No esperamos que suceda nada grave”, tranquiliza Salvador Juárez, que es también presidente de la Comisión Nacional de Catástrofes. “Como hoy”, concede, a pesar de ser lunes y hacer un frío “de urgencias”. Mientras, en la sala de espera, la megafonía termina por ser clemente: “Familiares de Sabina G., pueden pasar a la sala de observación”. Y una mujer, sumida en una soledad que sólo el que ha pasado por ella la conoce, recibe la mejor de las medicinas.


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Uno de los mejores mecanismos de defensa para tomar distancia frente al sufrimiento humano al que uno ha de enfrentarse en urgencias, y en tantos otros servicios hospitalarios, es el sentido del humor.


Receta para una inocentada en Urgencias
(de especial interés para mires (médicos internos residentes) que quieran echarse unas risas a costa de un adjunto)
  1. Lo primero, obviamente, que nos toque hacer guardia el 28 de diciembre. Por ejemplo: de Trauma(tología).
  2. Seleccionamos a la víctima. Por ejemplo: el adjunto de Trauma responsable del servicio esa noche.
  3. Conseguimos la colaboración del periodista de turno. Preferentemente de una televisión nacional en la que tenga un programa algún periodista o presentador famoso con edad para tener un hijo joven.
  4. A continuación redactamos un informe de ingreso en urgencias por una lesión en la que claramente esté contraindicado dar el alta al paciente. Por ejemplo: fractura abierta de tibia. (Es decir, la pierna con la tibia al aire).
  5. En el informe, como nombre del paciente, ponemos uno que pudiera ser del hijo del personaje mediático famoso donde trabaja el colega periodista. Por ejemplo: Ernesto Luis Sáenz de Buruaga García. (Posble hijo de Ernesto Saénz de Buruaga) O cualquier otro.
  6. Luego tramitamos el alta del paciente con la rúbrica (mejor o peor simulada) y sello correspondientes.
  7. Y ya está lista la inocentada.
  8. Por la noche el periodista irá al hospital, preguntará por el despacho del responsable de las urgencias y se reunirá con él. En tono muy indignado le exigirá al adjunto su versión de los hechos en relación con que el hijo del periodista famoso, en cuyo programa dirá que trabaja, está sumamente cabreado porque a su hijo le hayan dado de alta en urgencias de ese hospital con la pierna abierta, y que tiene la intención de emitir un extenso reportaje sobre el caso en el próximo programa, por lo que quiere conocer lo que tenga que decir al respecto como responsable esa noche de las urgencias de trauma.
  9. El adjunto, lógicamente, en un primer momento, no dará crédito a lo que escucha. Pedirá garantías al periodista de ser quien es, y este le mostrará el carnet de la cadena de televisión con su foto.
  10. El adjunto, ya más serio, negará estar al tanto de lo que el periodista afirma, pedirá a este que aguarde un momento en su despacho y se irá a hablar con los mires que han estado por la tarde.
  11. Estos le confirmarán los hechos que refiere el periodista. Le mostrarán el informe de ingreso en urgencias y el alta. Le contarán cómo, al pedir el nombre al paciente, este se lo dio pero sin poderlo acreditar con ningún documento. Referirán, además, cómo el paciente había empezado a montar jaleo en el servicio, llegando casi a pelearse con un médico, y esgrimirán esta razón como motivo por el que le dieron de alta. Mencionarán que sí, que el paciente había dicho que era hijo de ese periodista, pero que con las pintas de yonqui que tenía difícilmente era creíble.
  12. El adjunto, lógicamente, se quedará perplejo, además de lívido, ante lo que le cuentan. Es decir, que los residentes hayan dado de alta a un paciente con fractura abierta de tibia. Les contará a estos la visita del periodista, el lío en el que está metido por ellos, y que los necesita para tratar de hacer que se marche.
  13. El adjunto saldrá con los mires y mantendrá una tensa discusión con el periodista instándolo a abandonar el hospital.
  14. Finalmente, el periodista, que durante la discusión deberá mostrar en todo momento un enfado cada vez mayor, se marchará amenazando al adjunto con que aquello no va a quedar así.
  15. A la marcha del periodista, el adjunto manifestará cierto alivio, abroncará a los mires, y especulará con la forma de esquivar la amenaza mediática que sobre él se cierne.
  16. Los mires, por su parte, perpetrada la inocentada, sin apenas poder disimular la risa, contarán a todo el equipo de guardia la inocentada y cómo el adjunto se la ha tragado.
  17. A la hora de la cena, después de que el adjunto cuente el altercado con el periodista, todos los presentes al unísono le cantarán entre chanzas el “inocente, inocente”.
  18. La cara de pasmo del adjunto será para grabarla. Pero pronto pasará del pasmo al deseo de venganza. Afortunadamente la canalizará hacia el periodista. Por lo que convendrá que este se haya alejado del hospital. “Decidle a vuestro amigo periodista que venga, que le voy a meter una hostia...”
  19. La inocentada pasará a formar parte de la cultura popular del hospital por los años y los años.

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