Remando en polisíndeton

"Me acuerdo de ti" (Robe Iniesta)



miércoles, 25 de agosto de 2010

REPORTAJE: Una semana en el albergue municipal de indigentes de Madrid.


ZOMBI
Una semana en el albergue municipal de indigentes

Este es uno de los primeros reportajes que hice como free-lance. Entonces lo pensaba como un ejercicio de observación participante, como los trabajos de periodistas admirados como Günter Wallraff, Pepe Rodríguez en la secta Moon o Upton Sinclair en “The Jungle”. Con el tiempo, sin embargo, me recuerda más a los "Mi cámara y yo" (telebasura camuflada de reportaje-denuncia), porque, a diferencia de los de los autores mencionados, en este nada se desvela que intencionadamente se quisiera ocultar. Sea como fuere, ahí está.

Foto: Patio del Centro de Acogida Municipal "San Isidro", Madrid.



ZOMBI
Una semana en el albergue municipal de indigentes


Ultimo los detalles de mi incursión. Me voy a pasar una semana en el albergue municipal de indigentes. ¿Por qué? No lo sé. Egoísmo. No soporto el asedio cotidiano de la mendicidad, sea consecuencia de la holganza o de los avatares adversos del destino. Cada día me cruzo con siete u ocho personas que me piden dinero. Y, como ciudadano de a pie, me encuentro saturado de tanto requerimiento de generosidad (cuando tampoco es que yo vaya sobrado). Sobre todo, asistiendo al presente pavoneo de triunfalismo económico. ¿La inflación está al 2,1 por ciento? Ah, bien. ¿El paro desciende vertiginosamente? Ah, de puta madre. ¿Y hacia dónde cojones miran los adalides del "españavabienismo" permitiendo que una buena parte de sus agraciados compatriotas malexistan a los albures de la inclemente indigencia? En algún sitio deben procurar "ocultarlos". Y el municipio sabrá, sin duda, algo de ello.

Me calzo unos viejos pantalones de chándal, una camisa raída a la que faltan dos botones, unas zapatillas rotas y asumo definitivamente frente al espejo la barba que me he dejado crecer desordenadamente durante mes y medio. Listo. Para no deprimirme me bebo seis vasos de vino en el bar de la esquina. En marcha.

Llego al albergue pasada la medianoche. Está en una calle oscura y solitaria, iluminada por farolas dispersas. Llamo dos veces al telefonillo. Y dos veces me responden que no hay cama. "Lo sentimos". Mientras tomo fuerzas para un tercer asalto, se abre la puerta del albergue. Sale un hombre grandote, que cojea. Es Alberto, un empleado. Despide a una pareja que se va en un coche aparcado en la puerta. "¿Hay cama?", me apresuro a preguntar. "Sí"(¡?)

*************

Alberto me ofrece un vaso de leche, sábanas y una toalla. Me instala en una habitación con otros dos hombres. "Hasta mañana, buenas noches". "Buenas noches". Extiendo la lencería y me tumbo. La primera noche la paso en vela: mi vecino de la cama de enfrente ronca como una locomotora decimonónica. Pasan las horas. No pego ojo. Distraigo la mente con lo que puedo. A eso de las siete y media de la mañana el "terrorista" sonoro nocturno se levanta. Se embadurna de colonia y sale al cuarto de baño. Por fin me duermo. Pero sólo media hora. A las ocho, una megafonía estridente anuncia que es hora de levantarse, "DEJEN LAS CAMAS RECOGIDAS, HOY SE CAMBIARÁN LAS SÁBANAS EN LOS DORMITORIOS DE MUJERES, ES DÍA TAL DEL MES TAL". La voz cesa e irrumpe un disco de Camela a un volumen ensordecedor incompatible con cualquier resquicio de descanso.

Luego sabré con quién comparto habitación: Julián, un hombre sereno y cuerdo (valor a tener en cuenta en este lugar), en tratamiento antidepresivo, que pocos días después abandonará el albergue; y Anselmo, el roncador incombustible, enfermo de sida, pasado carcelario y víctima de cuatro infartos de miocardio recientes, en los dos últimos meses, según dice.

Esa misma tarde, a eso de las nueve, después de cenar, llego a la habitación y me siento sobre la cama. Anselmo, que ya está acostado, yergue la cabeza y me pregunta: "¿Qué, tienes miedo?".


*************

Por la mañana voy ver al asistente social, según me ordenó Alberto. Para obtener el permiso de estancia, me adscribo al estatus de marginado circunstancial: "Ha habido una movida en mi piso,... se han empezado a dar de ostias...". "¿Estabas en un piso compartido?", inquiere la asistenta. "Sí...no tengo donde ir,..." Toma nota sucinta de mis datos, mis referentes familiares y mi andadura vital. "No tienes el perfil de lo que hay aquí. Ya verás cómo es esto: marginalidad pura", me adelanta. "Te voy a dar un pase de pernocta para quince días. Puedes dormir, desayunar y cenar. El resto del día tienes que estar fuera. Lo peor que podría hacerte es facilitar que te acomodaras a este sitio. A las nueve de la noche tienes que estar dentro. Si no, pierdes la plaza. Ah, y nada de peleas ni de consumir sustancias ilegales, ¿entendido? Si no, vas a la calle".

Los asistentes sociales de este centro son todos mujeres. Cada mañana atienden a los que lo solicitan o a los que ellas juzgan preciso. En mi experiencia, y en la de los residentes cuerdos, su trato es muy bueno. Algo extensible a todos los empleados del centro, desde los vigilantes jurado, a los cocineros, pasando por las monjas que viven en el recinto y cuyos rezos y cánticos se escuchan todos los días, en un extremo del patio, a eso de las siete y media de la mañana. Imagino que debe de ser un trabajo muy vocacional, por lo "quemante" que se advierte. Ello no significa que a veces no se den abusos de poder. Como el de una asistenta que le abrió a uno la puerta del retrete a las ocho y media de la mañana y lo sorprendió en el íntimo acto de cagar... fumándose un cigarrillo. "Está prohibido fumar en los servicios. Como te vuelva a pillar te echo a la calle", lo reprendió. Alberto, el importunado, aduce que todo fumador se echa un pitillito cuando va al retrete. "Ya ves tú,... para mí que le dio morbo verme".


*************

A las nueve se sirve el desayuno. Los acogidos nos agolpamos en la puerta cinco minutos antes. Hay un comedor para minusválidos, otro para hombres y otro para mujeres. Aquí la mayoría come en silencio y rápido. Servir, servir, servir; tragar, tragar, tragar; y te vas. Las primeras veces me sorprendió. La comida es buena. Y siempre se puede repetir. El desayuno se compone invariablemente de café con leche, galletas, pan y mantequilla. Las comidas y las cenas son impredecibles, menos los miércoles, que siempre hay cocido. El cocinero, Miguel, es uno de los personajes más carismáticos del albergue. Siempre de buen talante, y siempre sabiendo cómo tratar a la gente. "Tiene mucha psicología", me comentan.

Un consejo que me dan es que evite sentarme junto a alguien que esté muy loco, por si le da por tirar algún plato o reírse enajenadamente, con el peligro de que te eche toda la comida encima, como vi alguna vez. Pero son sucesos raros. También siento miedo a que me contagien alguna enfermedad. Puede que sea un miedo infundado, pero yo lo sufro, y no sé si la hepatitis B se puede transmitir por coger la misma jarra, si alguna pequeña erosión cutánea va a facilitar el acceso a mi torrente sanguíneo de virus del sida... Paranoias. Pero se me ocurre que deberían advertir en la primera entrevista de ingreso en el centro de cómo evitar posibles contagios. Nunca se sabe cuáles son las enfermedades del que tenemos al lado. Una tarde, estoy bebiendo agua de una botella, a morro, y un chico nuevo me pide un trago. Le preguntó si tiene sida. Me dice que sí. Le digo que entonces le dejo un poco de agua al final, cuando yo haya terminado de beber. "En casa comparto los cubiertos y todo con mi madre, y no pasa nada", me tranquiliza. "Pero haces bien". Por mi parte, le agradezco su sinceridad. En realidad, puede que el sida no se contagie porque beba de la misma botella de la que yo bebo; un cartelito informativo sobre las formas de transmisión del VIH que cuelga de una de las paredes de albergue así lo indica, pero uno siempre tiene sus reservas. Este mismo chico, delgado, muy amable, muy tranquilo, me comentó luego que estaba allí porque era esquizofrénico (y había tenido problemas con su padrastro). "¿Qué tipo de esquizofrenia?". "Paranoide. Oigo voces", contesta. "¿Qué te dicen las voces?". "Que con el nervio de dentro del cuerpo puedo adelgazar y quitarme la papada".


*************

Salgo del albergue después de desayunar. Callejeo un poco y me encuentro, tumbado en un banco frente a una tienda de licores, al entrañable Don Carlos Gómez Bacardi, cubano, que dice tener ochenta años y ser nieto del fundador de la fábrica de Ron Bacardi. Suele estar siempre borracho (más de vino tetrabriquense que del aguardiente de su antecesor). Y, si puede, fumando sin parar. No le gusta el albergue. Ahora hace buen tiempo y muchos días se queda fuera, durmiendo en cualquier parte. La gente del barrio lo conoce. Le gusta hablar de que lo expulsaron de Cuba, "Castro". Combatió en la Guerra Civil española, "por la República". "Me quieren dar cuarenta mil pesetas por lo de la guerra. Pero yo no lo quiero. Es limosna, y no acepto limosna. Es 'vejamenosa'", me explica. Me cuesta imaginar que su destino postmortem pueda ser el de una fría y formoleada sala de anatomía de alguna facultad de medicina. Copas más tarde, accede a relatar profundidades inconfesables ¿o fabuladas? de su pasado. "Cuando me di cuenta de que el problema en esta vida era el dinero, chico, tomé una determinación: hacerlo: yo he sido falsificador de dinero en varios países americanos". (Lógica aplastante).


*************

El tiempo se remansa en la mendicidad. Los días se hacen eternos. Es como si, además de pasarlo mal, hubiera que pasarlo mal más tiempo. Los días pasan con una lentitud burocrática, la burocracia del destino, que tramita las penurias con una falta de conmiseración rayana en el sadismo.

No sé qué es peor, si pasar el día por ahí, sin hacer nada, sin dinero, o llegar a las ocho al albergue, cenar y luego sentirse encerrado, sin poder salir. Conversas con unos y otros, con los que se puede conversar, te refugias en la sala de televisión, donde la inflación de publicidad y lo poco de sustancia te irrita especialmente, o deambulas por el patio a la espera de que llegue algún conocido. A los pocos días de estancia se instala en mi subconsciente una consigna no por repetitiva e insidiosa menos urgente: matar el tiempo; fumigarlo, como a una plaga de tortugas; caballodeatilarlo, para que no vuelva a crecer, para que no genere pastos del olvido.

Julián, mi compañero de cuarto, lleva seis meses en el centro y está punto de marcharse. "Muchos de los que están aquí piensan que esto es un chollo: cama y comida gratis", me comenta. "¿Y para ti?". "Para mí esto te destroza. Una persona normal nunca se puede adaptar a esto". "¿Por qué?". "Por la rutina, por los horarios, por el tiempo".

*************

El albergue es lo que es: un "megamix" de la marginalidad, cruce estrafalario de hospital psiquiátrico, centro de desintoxicación de toxicómanos, centro de alcohólicos, hospital de enfermos de sida, centro para personas con minusvalías físicas, algo de geriátrico o pre-geriátrico y lugar de paso para infortunados accidentales. "Deberíamos estar separados", reflexiona uno perteneciente al último apartado.

Es como un vertedero adonde van a parar los desechos humanos de un sistema económico y social que otros disfrutan. Unos de estos desechos se reciclan, reincorporándose más o menos servibles a "la máquina", y otros se acumulan en él, son sepultados, y entran en un proceso de putrefacción, más psíquica y emocional que física,... hasta el final.

La comparación es inevitable: el albergue -colectivo humano, horarios, normas, trapicheos- tiene algo de cárcel. "Peor. Porque en la cárcel sabes porque estás dentro. Pero aquí yo no sé por qué estoy", puntualiza un magrebí que lleva cuatro años dentro, después de que un coche le destrozara las piernas. "Peor", matiza otro. "Porque aquí estás rodeado de locos, y, aunque entres cuerdo, acabas volviéndote loco".

*************

Muy de vez en cuando surge alguna pelea en el patio, el corazón de este "pueblo sin alcalde", como lo llama uno. Noche de luna llena. Sindy, una transexual del dormitorio de mujeres, se pone a contar sus penas a grito pelao. Está así unos minutos hasta que viene Juan, un albergado carismático, que se lleva bien con todo el mundo y que colabora recogiendo las mesas después de las comidas. Cruzan unas palabras entre ellos y ¡zas!, Juan la tumba de una buena hostia. Llegan los vigilantes de seguridad. "Juan, a la calle, hoy duermes fuera". A la mañana siguiente, me lo encuentro fuera, sentado en la acera. "Qué tal?" "Bien". "¿Qué pasó?" "Nada, que le dije que bajara la voz, que le iban a llamar la atención. No me hizo caso, se lo repetí y le llamé ' maricón'. 'Maricón será tu padre', me contestó".


*************


A falta o mengua de dinero, hay en esta galaxia, tan cercana, de la indigencia, un dios fungible y evanescente que corre de boca en boca, acapara ansiedades, genera conflictos, estrecha amistades y al que todos, prácticamente, rinden pleitesía. Es el dios Tabaco. "¿Me das un cigarrillo?" es, sin lugar a competencias, la frase más escuchada en este albergue. Y devolver el cigarrillo otrora recibido constituye el acto que barema la legalidad de las personas. Hay amigos que, para evitar enemistarse por causa de esta divinidad suscriben un pacto de "no agresión": "entre nosotros, nunca nos vamos a pedir ni a dar cigarrillos". Así se evitan los problemas.

Pedro, encofrador, albañil circunstancial, a la espera de cobrar los dos meses de paro que le quedan para sacar, primero, su coche de la grúa y, luego, retornar al ruedo laboral, se ha quedado sin pelas así, sin previo aviso, y no quiere que su madre, de setenta años, se entere de su circunstancia. En su condición de nuevo pobre no se atreve a pedir dinero en la calle. Pero tabaco... "Me pongo en la estación de tren y cuando veo que alguien está fumando, le pido un cigarrillo. Cuando tengo seis o siete, me voy. Me da mucha vergüenza. Pero a todo se hace uno en esta vida".

*************

Aquí no se discute, no se indagan porqués. Se sufre con resignación. Se acepta sin cuestionamiento. Y punto. Pero este acatamiento tácito de la circunstancia no exime de la vergüenza que provoca la condición de indigente, el enfrentarse a las miradas fugaces de conmiseración y lástima de la gente con que te cruzas en la calle. Incluso en algunos empleados del centro se deja traslucir esa compasión.


La autoestima, mientras tanto, se recluye mortecina en el subsuelo. Son muchos los que ocultan su situación, como Roberto, que evita que sus hijos se enteren de dónde vive. "Cuando salga, iré a verlos". Emilio, programador-analista infirmático, cuarenta y tantos, padre de dos hijos que viven con su ex-mujer, lo corta tajantemente. "A mí no me da vergüenza. Que lo sepan. Que vengan a verme. ¿Quién tiene la culpa de que estemos aquí? ¿Tú tienes la culpa de estar aquí? ¿Yo tengo la culpa de estar aquí? No. Somos errores de la Historia".

*************



A primeros de mes, los ánimos están más subidos. Se suceden los atracones de alcohol, de tabaco, de tranquilizantes,... Ha llegado el dinero. ¿Qué dinero? Aquí casi todo el mundo cobra un salario, bien el ingreso de integración, bien la pensión no contributiva. Ambos de igual cuantía, algo más de cuarenta mil pesetas. Pero cuarenta mil pesetas libres de necesidades básicas.
La pregunta del albergue por antonomasia, "¿tienes un cigarrillo?", es relegada unos días de la cabeza del ránking por "¿tienes cambio?". Cambio para las máquinas de refrescos, café, zumo y tabaco que hay dentro. Ninguna de ellas admite monedas de 500 pesetas porque, según cuentan, algunos espabilados las falsificaban y extraían no sólo el producto sino también las vueltas. Alguno no comprende por qué los precios de estas máquinas son más altos en el centro de acogida que en la comisaría, "cuando se supone que si estamos aquí es porque no tenemos dinero".

*************
"Nunca dejes nada de valor en la habitación", me aconsejan. Nunca. Lo llevo todo siempre conmigo, en una bolsa medio rota. En dos días se han sucedido los robos. De cosas nimias. Antonio, el "trompetero", está indignado. Le ha desaparecido la documentación. Va por todo el patio proclamando su enfado. "¿A quién le pueden interesar mis papeles?" Antonio es un septagenario gitano yugoslavo, vividor, de orgullo sano y alguna copa de más de vez en cuando, que se ha pasado la vida exhibiendo películas de cine por los pueblos de España y ahora se gana el pan tocando la trompeta en cualquier plaza, con gran éxito de público. Prefiere comer fuera. "Hoy he comido en un restaurante con mi novia", presume.
Antonio sospecha que el hurto de sus papeles es obra de un muchacho negro. "Como lo pille lo rajo con la navaja", se sulfura. "Tranquilo", lo calma otro. "No acuses a nadie sin tener pruebas".

"Muchos de los que están aquí han pasado por el talego y se piensa que todavía está en él", comenta Luis, un ex-toxicómano en la última fase de rehabilitación. Luis parece Spielberg, con su barba, sus gafas y una gorrita de Reebok de la que nunca se separa. Está esperando a que le den plaza en un piso tutelado para terminar de una vez por todas con sus drogodependencias. Ahora toma metadona y tranquilizantes. Al principio iba a estar en el albergue dos semanas. Lleva ya dos meses. "Y eso que tengo enchufe", confiesa. Cuatro días más tarde, veo que su gorra ha cambiado de logotipo. "Tío, me han mangado la gorra. Me jode porque era un regalo de mi piba".

*************

Algunos inquilinos son extranjeros. Les trae al pairo la ley de extranjería. Quieren volverse a su país. "Aquí no hay trabajo", argumenta Emmanuel, polaco. Está esperando que le den una documentación. En cuanto la reciba, se vuelve. "A dedo". Sin pelas. "Ojalá me coja un camionero: tabaco, putas, ja, ja, ja", ríe anticipando el viaje, que calcula que durará una semana. Emmanuel es corpulento. Trabaja habitualmente como portero de discoteca o de locales porno. "Prefiero los porno, ja, ja, ja". Es de trato agradable, especialmente con algunos de aquellos con los que no habla nadie. Siempre los apoya. "Está loca, pero no es estúpida", dice de una mujer que siempre va con su radiocassette en la mano. "En Polonia tampoco hay trabajo", lamenta. "Me voy a ir a Nueva York, con mi hermano". Ha llamado a sus padres para que le envíen dinero para el regreso a su país. "Me han dicho que no; que si quiero dinero, que trabaje. Y me parece bien". Días después de salir del albergue, me lo encuentro por la calle. "¿Y el viaje a dedo?". "Nada. Me tiré dos días en la autovía y no me cogió nadie".

Entre las mujeres de fuera, hay quienes vienen de muy lejos. Vera es de Senegal. Alta, delgada y triste. En su país era secretaria. Vino a España por "bisnes" (negocios). Pero le salió mal. Está esperando con resignada paciencia que la asistenta social le procure el billete de vuelta. Los colores vivos de su atuendo contrastan con la expresión de su rostro, trastornada de puro cariacontecida. Mary es compatriota de Vera. Duerme también aquí, pero trabaja en una peluquería alisando cabellos afro, amén de aceptar dádivas irrisorias por fugaces consentimientos sexuales. Mary lo tiene claro: Vera ha sido víctima del mal de ojo. "En Africa", me cuenta, "mucha gente practica la magia negra. Hacen que te vuelvas loca o que te mueras". "¿Por qué se lo han hecho a ella?" "No lo sé, tal vez por envidia. Vera ha venido a Europa y la hija del brujo, no, por ejemplo". Mary combate la perniciosa envidia de sus paisanos leyendo todos los días la Biblia. Lleva siempre consigo un Nuevo Testamento. "Rezando, nunca he tenido problemas de magia negra", asegura. Y exhibe una sonrisa de veinteañera reciente francamente irresistible.

*************
La asistenta social me tiene prohibido permanecer en el albergue después de las diez de la mañana, pero no es difícil salir y a continuación colarse. Me cuelo. Pasada una hora, quedan sólo los acogidos recalcitrantes. Los que ya ni salen. Hay un taller de actividades y una biblioteca, pero pocos se enteran y casi nadie los utiliza. Me siento en un banco del patio. Me acomodo. Me aburro. Me escribo una carta:
"Hola,
me remito estas líneas para, cuando vuelva a casa, recordarme ahora, postrado bajo la rutina y el tedio, inmoladoras ruedas del no tener hogar.
Sentado en este banco del patio, me siento hoy como un muerto. Hora a hora, la inmovilidad me atenaza cada vez más. Pienso sólo en el momento de la comida. De vez en cuando, miro a mis convecinos de los bancos de al lado. Igualmente estáticos. Igualmente mudos. Muchos llevan así años, amarrados de por vida a estos asientos, duramente blandos, por cadenas invisibles de sopor, mortíferas como el más puro veneno.
Nada que hacer, nada que decir. Silencio y parálisis cavan una tumba cuyas vertientes vislumbro a pocos pasos de mí. Lejos de sobresaltarme, su fondo se me figura un colchón ideal para albergar mi letargia. Como si todo hubiera terminado.
Mucho más tiempo aquí y a buen seguro me convertiría en un auténtico muerto viviente, en un zombi."

(No aguanto más)

Posdata: recientemente he recibido noticias de Luis y de Pedro, dos albergados. Luis ha obtenido ya, por fin, una plaza en un piso tutelado, donde espera desengancharse definitivamente de la metadona; Pedro ha recuperado su coche, cobrado su segundo mes de paro, abandonado el albergue y acometido con renovado denuedo su asalto al escarpado mercado de trabajo. En cuanto a mí... mejor no hablemos.

Los nombres y procedencias reales de los acogidos mencionados en este artículo han sido modificados para salvaguardar sus identidades.

Indigente mental mendigando votos
Palacio de Correos, nuevo centro de acogida municipal


Entrevista a MERCEDES PORTERO
Directora del Centro de acogida "San Isidro" (Madrid)

Mercedes Portero, 39 años, es la directora del centro de acogida "San Isidro", único albergue municipal de Madrid y uno de los mayores de España. Cuenta con 269 camas, 186 para hombres y 83 para mujeres. En él trabajan 66 funcionarios, cinco de ellos trabajadores sociales, y ocho monjas de la congregación "Hijas de la Caridad". Destaca el entusiasmo y optimismo con que habla de su labor.

- ¿Cuál es el objetivo del albergue?
- Hacer de puente entre la calle y la inserción.

-¿Hay estadísticas de cuánta gente se reinserta?
- No, aunque está previsto hacer un seguimiento de las personas que salen para poder contabilizar nuestros éxitos. Hay una visión negativa generalizada de que aquí no se consigue nada de nada. Pero es falsa. Hay gente mejora mucho su situación, que se va a pisos tutelados, por ejemplo.

- ¿Qué tipo de gente acude?
- Su característica fundamental es el desarraigo personal y social de la pobreza. Casi siempre presentan patologías añadidas como enfermedades mentales, alcoholismo, drogadicción..., que a veces son causa y a veces consecuencia de su situación. Pero este centro es polivalente, y no sólo atendemos a estas personas, sino también a aquellas que, sin ese desarraigo, se encuentran una situación puntual de emergencia y se quedan sin alojamiento. Estos están temporalmente y se marchan.

- ¿Sería mejor separarlos?
- No tenemos opción. No hay más albergues municipales en Madrid y cualquier situación sin hogar viene aquí. Es cierto que hay otros centros privados, pero cada uno tiene su propio perfil de usuario. El de más baja exigencia es el nuestro. Nos llegan con un deterioro total. Vienen de la calle.

- ¿El trabajo es el final del proceso?
- Una persona llega aquí con un nivel de hábitos de trabajo, autoestima, relación... muy bajo, que casi nadie tiene. Se va superando por fases, por escalones. Muchas veces, por la inserción laboral. En los que presentan capacidad suficiente, se les apoya en la búsqueda de empleo y formación. Pero no aquí. Se les envía a otros recursos generales.

- ¿Los acogidos cuentan con algún salario?
- Uno de nuestros objetivos es garantizarles unos recursos mínimos, como la pensión no contributiva o un salario social para contar con unos ingresos mínimos para gastos personales, porque lo básico está cubierto.

- ¿Quiénes cobran este dinero?
La no pensión contributiva la cobran los menores de 65 años con invalidez mayor del 65 por ciento, y los mayores de 65 años sin ingresos. El ingreso madrileño de integración (imi) es para personas que no tienen recursos económicos. Son 40.240 pesetas cada uno de ellos.

- ¿Cuál es la causa de la indigencia?
- No es sólo un problema individual y personal. Es un problema estructural. El propio sistema capitalista genera pobreza. Eso lo han estudiado todos los economistas. Por supuesto, que los poderes públicos tienen la responsabilidad de atenderlas. Y en eso están. En prevenir y en tratar.

- En las calles se ven muchos mendigos. ¿Están los servicios de atención desbordados?
- Creo que no tanto como se dice.

- ¿Serían necesarios más albergues?
- No creo que lo mejor sea crear nuevos albergues como este, sino lugares más alternativos, no tan grandes, y específicos para cada problemática: centros de baja exigencia y centros de salida de esta situación, como pisos tutelados. En Madrid están en ello. En cualquier caso, ahora mismo, es insuficiente, está claro. También serían necesarios más recursos públicos, porque la mayoría de centros son privados, religiosos, y se pueden complementar.

- ¿Cómo puede encarar el ciudadano de a pie este problema?
- Se ha mitificado, por ignorancia, que hay que ayudar al indigente con una caridad mal entendida. Nos dan lástima. Y eso no es. O bien se les culpabiliza: "algo habrá hecho", "es que es un borracho". Y las cosas son mucho más complejas. Estas personas van perdiendo las redes sociales de apoyo, los vínculos familiares, laborales... Suele darse además en personas vulnerables, de familia desestructurada. La gente de a pie, debe concienciarse de esto. Puede informarles de que hay centros donde los atienden.

- Dentro del albergue, ¿son muy estrictas las normas?
- Es lógico que tenga que haber unas normas de convivencia mínimas, como los horarios. Son necesarios para conseguir la paz. Y más en personas que tienen dificultades de adaptarse a normas. Eso es algo que nos toca trabajarlo.

- ¿Hay sanciones?
- Sí, pero siempre son temporales. La expulsión es por un incumplimiento de normas básicas. Por ejemplo, fumar en un dormitorio, que es muy peligroso porque hay un riesgo de incendio. No hay que ser rígido, sino mantener la convivencia.

- ¿Se producen robos?
- Claro que se dan. Como en cualquier grupo humano. En el vestuario del gimnasio al que yo voy también hay robos. Donde hay una colectividad tan importante, se van a dar. Y más con una carencia de propiedad tan grande.

- ¿Se consumen o venden drogas?
- Aquí no registramos a la gente cuando entra. Sería algo policial. Las personas pueden traer lo que quieran. No se permite consumir sustancias tóxicas ni traficar con ellas. Pero a nadie se le vigila, como a nadie se le vigila en la calle.

- La profesión de trabajador social debe ser muy vocacional.
- Llevo bastantes años en esto y todavía no estoy quemada. Aunque todo el que trabaja con problemas sociales (trabajadores sociales, psicólogos, psiquiatras,...) sufre cierto desgaste. Pero hay mecanismos para controlarlo, como la formación.

- ¿Qué es lo más ingrato de su trabajo?
- Ver a personas que están sufriendo. Son personas que tienen muchos problemas, sufrientes, con muchísimas carencias.

- ¿Y lo más agradecido?
Poder ayudar, ser un elemento en su vida. Tenemos capacidad y medios para ello.

2 comentarios:

Unknown dijo...

En albergue de San Isidro envenenan continuamente (durante mucho tiempo) la comida con dos venenos distintos:
1. Que provoca los dolores de estomago, que es puro veneno
2. Que provoca los dolores de casi todos los órganos, que es un sedante para que la gente están en un estado dormido y que no protestan contra abusos que hacen los trabajadores sociales y auxiliares.
No se compran con su propio dinero, se compran con dinero público. Alguien quien sabe perfectamente los efectos de estos sedantes ha indicado que medicamento debe ser con muchos efectos secundarios. Puede ser la doctora del Centro María o psiquiatra Sánchez. Se formo un grupo de delincuentes que actúan todos juntos con amenazas, chantajes, abusos y mentiras sobre el comportamiento de la gente, para cubrir lo que hacen.

Hacen los fraudes con firma de las ayudas económicas. ¿La gente dice que no reciben las ayudas y donde van? Todo esto no se hace por divertirse, se hace por ganar y robar el dinero. Denuncie varias veces, pero no hay cambios. Después de de la última denuncia sobre los venenos en la comida y abusos se “asustaron” tanto que si antes los venenos estaban en la sopa – ahora en toda la comida, hasta si preparan un postre – están en postre. Robar es lago repugnante, pero robar a la gente que bien vivir en Centro porque no tiene la comida es todavía más repugnante y 3º fase de repugnancia es que engañan para salvarse. En Centro correo un rumos que una trabajadora social tiene marido diputado que cubre todo, por eso siguen sin parar. GloriaV gloriav666@gmail.com

Manuel Sánchez dijo...

Gloria, tesoro, ya eres de sobra conocida en el Centro. Se te respeta y atiende como a todos los demás, faltaría más, es el derecho que toda persona sin hogar tiene reconocido en nuestra ciudad. Pero no por mucho repetir tus "conjeturas" éstas van a conseguir ser verosímiles y mucho menos ciertas. Ya conocemos que son expresión de la patología mental que afortunadamente sigues tratándote. Nada de lo que dices se ajusta a la realidad y de ser así sería absolutamente verificable y fiscalizable, excepto naturalmente, el abuso que algún usuario/a individual o en grupo pretendan ejercer, en algún momento puntual, fuera del Centro de Acogida haciendo uso de su libertad.